Para hacer
crecer un árbol, hacen falta décadas, y solamente diez minutos para cortarlo.
Una vida humana, apenas es diferente. Pero hacer perecer una civilización, es
otra cosa. Hace falta algo más de tiempo. Hacen falta, sobre todo, otros
métodos. ¿El más seguro?: convencer a esa civilización de suicidarse. En lo que
concierne a Europa, algunos se emplean en esto desde hace mucho tiempo a un
ritmo siempre acelerado.
Ellos son los
“deconstructores”, es decir, aquellos que tienen la empresa de deconstruir todo
lo que esta cultura ha construido. Cuando queremos hacer un injerto, es bien
sabido, primero hay que destruir las defensas inmunitarias. En el caso de una
cultura, esto significa minar las bases de las certidumbres más elementales,
anular la libre expresión de los instintos naturales, arrojar la duda sobre lo
que creemos seguro o inmutable, convencer de no ver más de lo que vemos, hacer
aparecer las viejas evidencias como convenciones superadas.
La deconstrucción
procede apoyándose sobre las técnicas del aturdimiento. Ella busca desarmarnos
por el apabullamiento, Cuando estamos apabullados, como los conejos ante la luz
de los faros, no encontramos cómo defendernos. No es el medio. No tenemos los
recursos. Suena entonces la hora de la censura, la vigilancia, el control
social, la tiranía de las minorías.
La ideología
del progreso ha jugado desde este punto de vista un rol esencial, porque ella
vehicula el rechazo despreciativo del pasado: lo que es de ayer es
necesariamente de menos valor que aquello que será de mañana. El odio de lo
anterior se apoya sobre la constatación de que el sistema de valores que prevalecía
antes es el opuesto al de hoy en día.
Retrospectivamente,
por lo tanto, es un insulto para lo que nosotros creemos. Como en la época
soviética cuando se retocaban las fotos oficiales, se reescriben (en escritura
“inclusiva”) las obras del pasado, se censura a Moliere y a Shakespeare, se
cambian los nombres de las calles, se desmontan las estatuas (América) o se las
hace saltar por los aires (yihadistas). Para la ideología dominante, la
práctica totalidad de una herencia de siglos, empezando por las obras de arte y
las obras maestras de la literatura, debe ser condenada.
“Hacer tabla
rasa del pasado”: todas las ideologías totalitarias han formulado la voluntad
de que el mundo recomienza con ellos. Desde esta óptica, el pasado constituye
un constante reproche, un peso del que hay que liberarse.
Paralelamente,
se incita a no recordar más que aquello de lo que hay que arrepentirse. Reducir
la historia de Europa al colonialismo, la esclavitud y los campos de
concentración, no es ver en esta Historia más que un asunto de “hombres
blancos” y de “víctimas”, una buena manera de impedir que las raíces vuelvan a
brotar.
Lo “políticamente
correcto” (que, en realidad, es lo ideológicamente conforme a lo que “debe
decirse”) es otra pieza central de este dispositivo. Muchos lo critican, pero
subestiman todavía su importancia. Como bien lo vio Orwell, se procede a
cambiar el sentido de las palabras para transformar el pensamiento. La policía
del lenguaje es también la de los espíritus.
Alain Finkielkraut
cualificó el antirracismo de “comunismo del siglo XXI”. Esto es muy descortés
para el comunismo. En pocos años, el antirracismo se ha transformado en una
suerte de buldócer que lo aplasta todo a su paso. Hace mucho tiempo que las
“razas” no son más que un pretexto. Sermoneando la “lucha-contra-todas-las-discriminaciones”
(excepción hecha, por supuesto, de las discriminaciones de clase), se empeñan
en poner fuera de la ley todas las voluntades honestas y las preferencias. O,
sobre todo, sustituirlas por las voluntades y las preferencias inversas.
Lo contrario
del racismo acaba siendo así un racismo en sentido contrario. Cuando se
comprende esto, todo se aclara: un espacio reservado a los blancos es una
manifestación de racismo, un espacio reservado a los negros una legitima
exigencia “postcolonial”. En el cine dar el papel de Nelson Mandela a un
europeo provocaría un escándalo, dar a un africano el papel de Aquiles en una
película sobre la guerra de Troya provocará los aplausos.
De delirio en
delirio, Europa deviene Absurdistán.
Cuando se ve
sexismo en todo cumplido hacia la mujer, cuando la islamofobia empieza con las
huchas en forma de cerdito, cuando se amenaza con sancionar a los que se
dirigen a los transgéneros con pronombres personales asignados a su sexo
biológico, cuando asimilamos a Cristóbal Colón con Adolf Hitler, entonces
estamos abandonando la política para adentrarnos en la psiquiatría.
La dominación
supone el desarme ideológico. Inculcar el odio y el desprecio de sí mismo en
nombre de la “apertura”, hace desaparecer todo sentimiento de identidad en nombre
de la proscripción de las “fobias”, convertir el sentido de objetividad en
universalismo, hacer creer que hay que detestar a los tuyos para amar a la
humanidad, esto es lo que hace la ideología liberal, la patronal, una cierta
extrema izquierda, pero también el Papa Francisco, para el que “todo inmigrante
que llama a nuestra puerta es una ocasión de reencuentro con Jesucristo”
(incorporando el desprecio al bien común, que debe situar siempre la seguridad
personal por delante de la seguridad nacional).
Hoy, la moral
lo invade todo en perjuicio de la verdad. No hay más que dos categorías: “el
reino del Bien y las tinieblas del Mal. El Bien es el autoodio; el Mal es el
deseo de raíces. Y el terrorismo, que podría ocasionar que nos preguntáramos sobre
“nosotros” ante el riesgo de la muerte, no estimula más que la venta de velas y
la industria de los peluches.
Así prospera
el nihilismo contemporáneo, factor de descivilización. Una sociedad que no
quiere saber qué es ni de dónde viene, que no tiene dignidad ni memoria, que no
tiene voluntad para combatir, está madura para la conquista.
Hasta aquí la
crisis. Después será el caos.
■ Fuente: Éléments pour la
civilisation européenne