Sorprendentemente, al menos
desde un análisis superficial, el islam avanza, no sólo en los territorios de
origen, sino también en Europa occidental. Pero ¿qué podemos oponer al islam?,
¿una concepción del mundo americanizada y mundializada, deseuropeizada y
descristianizada? Si Europa no construye su tercera vía, una de las dos
visiones acabará por dominarnos: una ya lo ha hecho, la otra está a punto de
conseguirlo.
Si se hiciera un balance de
los primeros años del siglo XXI, no cabe duda ‒los historiadores del futuro lo
atestiguarán con toda seguridad‒ de que la cuestión del islam ocuparía un lugar
central en los temas más relevantes del período que atravesamos. Este período,
que comienza con la caída del imperio soviético, será realmente considerado en
retrospectiva como un paréntesis geopolítico, durante unas décadas en las que,
brevemente, habría triunfado el unilateralismo, el poder de una sola potencia:
la potencia norteamericana. Paréntesis, digo, porque todo parece estar obrando
en el mundo para conducirnos, más o menos, a un período de multipolaridad, en
una suerte de aceleración de la historia que se manifiesta en signos tan
elocuentes como el restablecimiento de la Federación rusa, el aumento en
potencia de China, la regeneración política de una parte importante de América
del sur, el despertar del mundo árabe y, de forma general, un resurgimiento de
la agitación en las zonas controladas por el imperio estadounidense. No voy a
entrar en el juego de las perspectivas y de las apuestas en cuanto a la forma
que adoptará el nuevo orden mundial desamericanizado, sino que me centraré
sobre todo en el período que atravesamos en este momento, un paréntesis que no
es en absoluto un estancamiento.
Del
actual liderazgo estadounidense no debemos deducir que ningún otro modelo
alternativo pueda existir después de la caída de la Unión soviética. El
comunismo es un moribundo, ciertamente, pero la historia tiene horror al vacía
y a un movimiento internacional de oposición de masas sólo puede sucederle otro
movimiento internacional de oposición de masas. Esta oposición, como sabemos
tiene hoy el rostro del islam.
De
Moscú a Teherán, del bigote del pequeño padre de los pueblos a las barbas del
profeta, las convergencias son sorprendentes. Además, los medios occidentales
no se equivocan, ya que, a menudo, reservan a los musulmanes el mismo
tratamiento diabolizante y discriminatorio que ellos reservaban antes a los
activistas comunistas. La misma caza de brujas, las mismas amalgamas
calumniosas, las mismas estigmatizaciones, las mismas acusaciones delirantes de
terrorismo y subversión, y, por supuesto, el mismo temor a una infiltración
masiva de esta subversión en el corazón mismo del mundo occidental. Las
conversiones, la influencia ideológica del islam, desestabilizan el sistema
igual que ayer lo hacía la adhesión de los trabajadores y los partidos y
sindicatos comunistas. La comparación se detiene ahí, pero ya es suficiente.
Esta
"proliferación" es tanto más aterradora en cuanto que se ve
ampliamente favorecida por el contexto demográfico. Por razones culturales y
económicas que no son un secreto para nadie, los países occidentales tienen una
fuerte inmigración musulmana y son hoy el teatro de lo que podríamos llamar una
sustitución progresiva de la población. La ecuación es simple: inmigración
musulmana masiva + reagrupación familiar + natalidad demográficamente explosiva
de la inmigración + desnatalidad indígena europea = sustitución etnocultural de
una población por otra en un territorio determinado. La cuestión de saber si
hay que deplorarlo o hay que celebrarlo no entra en la línea de este análisis,
pues se trata de hechos indiscutibles. Una cierta izquierda aplaude en nombre
de la ideología multiculturalista y xenófila, mientras que una cierta derecha
vitupera en nombre de viejas quimeras etnocéntricas y racialistas, pero, una
vez más, los extremistas de ambos lados se quedan rezagados y la historia los
supera. Señalemos, sin embargo, que, a pesar del discurso cosmopolita
vehiculizado por los medios del sistema, los inmigrantes rara vez migran por
elección voluntaria o por amor a la tierra de acogida, siendo los musulmanes, por
cierto, los menos interesados en un mestizaje generalizado…
La
cuestión se complica aún más ‒y deviene más interesante‒ cuando sabemos que,
además de sus activos demográficos, el islam cuenta, cada vez más, con un
creciente poder de seducción. Un ejemplo que apareció en la prensa llama
poderosamente la atención. Un grupúsculo islamista que fomentaba atentados en
Alemania fue desmantelado y sus miembros arrestados. El único problema del
asunto, que hizo dudar a las fuerzas policiales, es que un número importante de
los miembros de este grupo no eran inmigrantes árabe-musulmanes ni hijos de
inmigrantes, ¡sino jóvenes alemanes de pura cepa!
¿Deberíamos sorprendernos?
¿No es Europa occidental, como Estados Unidos, un terreno particularmente
propicio para el proselitismo islamista? Dos de las mayores “ideologías de masa”
de nuestra historia ‒el cristianismo y el socialismo‒ casi se han retirado de
la escena o están a punto de hacerlo (esta constatación se aplica
particularmente a nuestro rincón de Europa), por lo que encontramos que no
tenemos nada creíble que oponer a esta formidable esperanza que representa el
islam para millones de individuos por todo el mundo. La historia tiene horror
al vacío, como ya he dicho, y un lugar libre nunca permanece vacante durante
mucho tiempo. Aquellos de nosotros que nos sorprendemos del creciente número de
conversiones de nuestros compatriotas a la fe musulmana, no hemos comprendido
realmente que el hombre no vive exclusivamente de fiestas y de compras, como
con toda evidencia tampoco hemos comprendido que si sólo tenemos que oponer al
islam nuestra economía de mercado y nuestro consumismo hedonista, es que ya
hemos perdido por adelantado.
La
seducción del islam se ejerce, ante todo, en los barrios más desfavorecidos,
por la fuerte presencia de inmigrantes árabe-musulmanes, por supuesto, pero
también por razones mucho más profundas. Estas razones se deben en gran medida
a lo que llamaremos las “convergencias morales” que existen entre ciertos
valores islámicos y los valores propios de las clases populares de nuestra
sociedad. Estos valores se superponen a lo que George Orwell llamaba la “common decency”, sea un conjunto de
ideas precisas de “lo que debe hacerse” y de “lo que no debe hacerse”, sea un
cierto sentido del honor, de la familia, sea un cierto orgullo identitario o
sea una virilidad exacerbada. Virilidad que muchos jóvenes trabajadores hacen
suya, porque se corresponde con la imagen que desean dar de ellos mismos y
porque los bajos salarios que reciben (cuando no la mera ausencia de los mismos
por falta de empleo) son, por el contrario, sentidos por ellos como factores
humillantes de desvirilización. Compensando así su débil poder adquisitivo y su
impotencia para ejercer una influencia real en la sociedad que les rodea, ellos
se dejan seducir, frecuentemente, por un islam viril ‒machista, dirán algunos‒
que les enseña a respetar a los ancianos, a las madres y les entrena para
protegerse físicamente contra cualquier afrenta o ataque contra sus valores.1
En otros tiempos, estos jóvenes europeos, en busca de valores del mismo tipo, se
hubieran identificado con una expresión europea, culturalmente arraigada, de
estos valores ‒el cristianismo, el excursionismo, el “scoutismo”, o tal o cual movimiento filosófico o cultural, etc.‒,
por lo cierto es que la Europa moderna no propone ninguna de estas
alternativas. Como lo explica el ensayista Guillaume Faye (que, a veces, tiene
destellos de lucidez), “el surgimiento del islam radical es el contrapunto de
los excesos de cosmopolitismo de la modernidad que quiere imponer al mundo
entero el modelo del individualismo ateo, el culto de la mercancía, la
desespiritualización de los valores y la dictadura del espectáculo”.2
La opción por el islam por parte de algunos de nuestros compatriotas no es más
que una elección por defecto, ciertamente, pero no vemos qué otra oferta moral
y espiritual pudiera competir con la misma.
Aquellos
de nosotros que, bajo la debilitante influencia de los medios del discurso
único, ven el islam suburbano y periférico como un universo bárbaro donde las
mezquitas se encuentran en sótanos ocultos y giratorios, están muy lejos de la
realidad. El hecho es que los medios buscan conscientemente, en cada
manifestación de incivilidad de los jóvenes inmigrantes árabe-musulmanes,
echarle la culpa a la perniciosa influencia del islam, como si el Corán
preconizase a sus lectores o fieles el tráfico de drogas, la agresión a los
conductores de autobuses, la quema de automóviles o la violación de mujeres
occidentales en manada. Los matones con gorras de béisbol y sudaderas con
capucha son presentados como seguidores de Mahoma, cuando sabemos que esta
gente ha sido amamantada en el rap americano, los videos porno, la cultura bling-bling (moda gang de joyas ostentosas, piercings
y tattoos) y el dinero fácil
prometido por el pensamiento ultraliberal. Nada que ver con el islam. Nada de
común entre este lumpenproletariado iletrado e hiperconsumista y la república
islámica iraní, por ejemplo, que desarrolla una desconfianza total frente al
dominio de la publicidad y la sociedad de consumo.3 Nada en común
entre estos adolescentes descerebrados y decadentes, adictos al género X, y los
activistas musulmanes en guerra contra las cadenas de televisión.4
Aquellos que algunos llaman “escoria” no son, en definitiva, musulmanes en
potencia, sino estadounidenses en potencia
¿Estamos,
por tanto, atrapados entre dos modelos antagónicos de sociedad (el musulmán y
el norteamericano), ninguno de los cuales es realmente nuestro? ¿Estamos ya
fuera de la carrera y estamos obligados a elegir entre dos concepciones de la
vida que no son europeas? Recuerdo un eslogan identitario que circulaba por
Suiza en forma de graffiti que decía
“ni McDonald ni Kebab”. Una cierta concepción de la neutralidad suiza, podría
decirse… Este tipo de eslóganes, construidos sobre el viejo modelo del célebre
“ni trust ni soviet” de la guerra fría, no va demasiado lejos, pero pone de
relieve la cuestión del retorno de la bipolaridad mundial en el nuevo desafío
geopolítico e ideológico que está en trance de surgir. Si no conseguimos, a
medio plazo, regenerar lo que podríamos llamar un auténtico pensamiento europeo
(y permítaseme no ser demasiado optimista en este punto), llegará
irremediablemente un momento en el que deberemos afrontar una difícil elección
y tomar partido, al menos a título individual, entre los dos bandos en
presencia.
En
plena Guerra fría, Alain de Benoist, con el mismo modelo, se elevó por encima
de los prejuicios anticomunistas en los círculos que frecuentaba (la
"nueva derecha") y escribió, atrayendo el furor de numerosos camaradas:
“Algunos no se resignan a pensar que un día tengan que llevar la gorra del
ejército rojo. De hecho, no es una perspectiva agradable. Pero nosotros no
soportamos la idea de ver un día pasar lo que nos queda de vida comiendo
hamburguesas en Brooklyn”.5 Sustituyendo la gorra del ejército rojo
por el pañuelo palestino (kufiyya),
tendríamos, creo, un claro enunciado del dilema que hoy es el nuestro, el de
nuestros jóvenes europeos.
Hace
poco estaba sentado al lado de una mujer con velo rodeada de tres o cuatro
niños de poca edad, mientras ojeaba Le
Matin Bleu. Leía en una breve reseña un comentario sobre una joven italiana
que participaba en ese momento en un programa de televisión en el que subastaba
su virginidad; la joven esperaba embolsarse, al menos, un millón de euros. El
periodista explicaba que este nuevo concepto de moda nos había llegado del otro
lado del Atlántico, donde el himen de una joven norteamericana había encontrado
un comprador en internen por la asombrosa suma de 1,2 millones de dólares. Y la
chica explicaba: “Yo no tengo ningún dilema moral, vivimos en una sociedad
capitalista”. Cerré el diario y me sorprendió ver a esta mujer “velada” hablar
con sus hijos. Entonces me percaté del inconmensurable abismo que separa los
dos mundos, el del islam ‒hecho de disciplina y de estrictos preceptos‒, y el
gozoso y cínico de un Occidente abandonado a los estragos del liberalismo
apátrida. Estas dos esferas ideológicas son decididamente irreconciliables.
Si
realmente hubiera que elegir ‒en cuanto a mí, no lo haría de buen grado, porque
esta lucha no es la mía‒, entonces habría que plantear una cuestión muy simple:
¿Prefieres que tu hija se convierta al islam o que subaste su virginidad en
internet? Yo no lo dudaría ni un segundo. ◼ Fuente: Le Cafignon
Notas
1. Me he centrado en esta
cuestión de la virilidad porque, según muchos musulmanes (y puede que no estén
del todo equivocados), esto es precisamente lo que le hace falta a nuestra
concepción de la vida. No hablo ya de la concepción europea en tanto que tal,
sino de la concepción en la que ha devenido después de varias décadas bajo la
influencia de ciertas ideas liberales y de la religión de los derechos humanos.
Debemos admitir que, al convertirnos al automasoquismo, a la negación permanente
de nuestros orígenes y al desprecio de todas las manifestaciones morales o
físicas de la fuerza (a las que ahora preferimos los valores más
"femeninos" como la dulzura, la concesión, la tolerancia), ya no
somos realmente capaces de hacer frente a un hipotético choque de
civilizaciones. ¿Evolución positiva o dañina? Me permito no dar mi criterio.