Un relato es un
arma. Puede explicar el origen del mundo, servir de base para la legitimidad de
una jerarquía, o incluso sacralizar la guerra. Todos los pueblos, en el pasado y
en el presente, necesitan un “relato memorial” para existir: se les ha
inculcado que, a través de la memoria histórica, interiorizan su origen, su
legitimidad, el sentido de su historia y, por tanto, el significado profundo de
su relación con el mundo.
En definitiva, ninguna
renovación de la potencia europea llegará sin una refundación total de la
visión que tenemos de nosotros mismos. Esta revolución de las representaciones
no podrá ser victoriosa si no levantamos el cerco que se le hace a nuestra
memoria colectiva. Ya están tardando los europeos en redescubrir su Historia. ■ Traducción: Esther Herrera Alzu. Fuente: Revue Conflits
Pero, con el
objetivo de acotar qué es el relato histórico, conviene entender bien lo que
significa la “memoria colectiva”. Sabemos todos, por ejemplo, que Julio César
invadió las Galias, que Juana de Arco liberó Orleans, o incluso que Francia
colonizó Argelia. Pero no todos sabemos que existieron “emperadores galos”, que
Luis XVI abolió la tortura en Francia o incluso que tropas etíopes pelearon a
favor del Sultán turco en el corazón de Europa.
Si algunos
acontecimientos históricos forman parte de nuestra “memoria colectiva” mientras
que otros están excluidos es porque esta memoria es una construcción subjetiva,
y no una presentación neutra del pasado. Así, si la Historia está formada por
un conjunto de hechos objetivos, su desarrollo en un relato en el marco de la
constitución de una memoria colectiva siempre es el resultado de una toma de
posición.
Georges Bensoussan
explica en uno de sus libros que: “La imagen que nos formamos del pasado no es
el pasado, ni tampoco lo que queda de él, sino solamente una huella cambiante
de día en día, una reconstrucción que no es fruto del azar, sino que une entre
ellos unos islotes de memoria nadando en el olvido generalizado”.
En consecuencia, una
“oferta memorialista” resulta inevitablemente de un proceso de conservación y
de borrado. Estas elecciones, llevadas hasta el final, constituyen una memoria
oficial que podrá ser después transmitida, aprendida y asimilada. Esta
construcción de recuerdos comunes forma la “política memorial”, es decir, “el
arte oficial de gobernar la memoria pública” (según Johann Michel).
Es por ello que cada
una de estas ofertas políticas diferentes propondrán una memoria diferente: de
la misma forma que algunas hacen lobbying,
otras “hacen” memoria. Si estas memorias son muy divergentes o incluso opuestas
podemos asistir a verdaderas guerras de representaciones cuyo objetivo es ganar
la adhesión memorialista y, así, la influencia política que se deriva de ella.
La lucha es intelectual y emocional a la vez ya que los “recuerdos” históricos
son asimilados de forma pasional por los hijos de cada sociedad: el
descubrimiento de uno mismo, su identidad, su “clan” en el seno de otras naciones,
su relación con el otro… todo está en gran parte determinado por lo que se nos
haya transmitido como memoria histórica. El reto más importante consiste en
imponer unas referencias comunes que llevarán a la asimilación de
comportamientos regulados y de una cultura que podrá ser transmitida a la vez
por los progenitores y por el grupo al cual pertenecen. Este “descodificador”
mental influirá después en las posibles visiones del mundo y, por extensión,
futuras elecciones políticas.
¿Por qué debemos redescubrir la Historia de
Europa?
Los europeos han
renunciado, en su gran mayoría, a su voluntad de ser una potencia. Voluntad
cuya sola mención es a veces sentida como una inclinación sulfurosa que hay que
vigilar con sospechas. En Occidente se piensa que la fuerza debe ser legítima;
la crisis de la voluntad de poder europeo no se puede entender más que como una
crisis de la legitimidad de lo que encarna el europeo en el seno de las
naciones europeas mismas.
Sin embargo, la
encarnación es un asunto de representaciones colectivas. Con el fin de
desentrañar lo que ha podido llevar a los pueblos europeos hacia una crisis de
legitimidad de la concepción de la potencia europea, conviene preguntarse sobre
el origen del cambio radical de nuestras representaciones comunes.
Representaciones que se derivan en gran parte, como hemos visto, de las
memorias colectivas puestas en marcha en numerosos países europeos.
En Francia, desde
hace cincuenta años, los ejes de la política memorialista y del aprendizaje de
la Historia están principalmente orientados hacia los hechos que ponen en
escena las invasiones, colonizaciones y depredaciones europeas contra otros
pueblos del mundo. Es así como se aborda en abundancia, y durante toda la
escolaridad, la trata transatlántica, la conquista de las Américas, la
colonización y el imperialismo europeo en Asia y África, o incluso las ideologías
racistas europeas. De la misma forma, las instituciones mediáticas, el mundo
del espectáculo o las asociaciones comunitarias realizan la transmisión de esta
memoria colectiva que presenta, todavía ahora, al europeo como el verdugo del
mundo.
A la inversa, la
historia de las invasiones, colonizaciones y tratas contra las cuales los
europeos tuvieron que resistir a lo largo de los siglos no aparecen nunca en el
relato transmitido a la memoria pública. Este desequilibrio memorialista
refleja una identidad truncada que se origina en un número importante de
ciudadanos que interiorizan la idea de que los europeos tendrían una deuda
histórica que pagar a las otras naciones del mundo. También, términos como
“patriotismo”, “potencia”, “soberanía”, “fronteras”, o incluso “identidad”
despiertan sin falta en algunas personas reflejos memorialistas que movilizan
muestras de “recuerdos” precisos.
Los europeos tuvieron que pelear para existir
Muy lejos de la
memoria colectiva que nos repiten desde Mayo del 68, en un contexto de
descolonización y de cuestionamiento de la civilización occidental, los
europeos, en realidad, pasaron más siglos defendiéndose contra las invasiones
que dedicándose a invadir ellos mismos. Recordar esta verdad no significa negar
los crímenes que cometieron los europeos a lo largo de los siglos sino intentar
levantar el velo sobre periodos enteros de nuestra historia.
Este es el caso con
los persas quienes, desde el 546 a.C. conquistan a los griegos de Asia Menor.
En 492 a.C., en la batalla de Maratón, los atenienses rechazan al invasor. Diez
años más tarde, el Imperio persa intenta volver al continente europeo. En la
batalla de Salamina, los griegos unidos deshacen los ejércitos de Jerjes. Un
“signo europeo” nace entonces durante estas “guerras médicas” de griegos contra
persas: la victoria en la desproporción del número. A menudo, muy a menudo, los
europeos eran inferiores en número frente a las inmensidades demográficas del
este y del sur. Sin embargo, eso nunca quebró la combatividad europea.
Esos primeros combates
anuncian el comienzo de una Historia desgraciadamente poco conocida hoy en día
en Europa: la de la lucha milenaria de los europeos por la conservación de sus
tierras, continuamente disputadas por conquistas y colonizaciones extraeuropeas.
Así, se puede definir el periodo que va desde el siglo V d.C., con la llegada
de los hunos, hasta la caída del Imperio otomano en el siglo XX como un vasto
periodo de colonización y descolonización de Europa (lo que no impidió de
ninguna forma la puesta en marcha de iniciativas colonizadoras por parte de
algunas naciones europeas).
Si nuestra memoria
colectiva recuerda la invasión de Europa por los hunos, ¿qué sucede con todos
los otros pueblos turcomongoles llegados a Europa por el amplio “pasillo de las
estepas” euroasiático? Los ávaros, que realizaron pillajes incesantes en las
tierras de los francos, en busca de botines y de esclavos, que sometieron a los
eslavos y aplastaron a las tribus germánicas; el Kanato de los búlgaros, de
cultura iraní, que hizo temblar al Imperio Bizantino; los onoguros, los barsiles,
los oguz, los bayirkus, los jázaros, todos turcomongoles nómadas olvidados que
llegaron sucesivamente a Europa aportando su parte de muerte y desolación.
En el siglo XII, son
los mongoles los que destruyeron la potencia rusa, georgiana y húngara. Estos jinetes
de las estepas llevaron a cerca de un millón de rusos a la esclavitud. Después
fueron los tártaros y los otomanos los que ejercieron la trata esclavista
continuada contra los pueblos de Europa del este y del sudeste.
Los turcos habían
empujado, ya desde el siglo XI, a la conquista árabe-musulmana, empezada
cuatrocientos años antes en las tierras europeas. A pesar de un intento de los
europeos por contener la invasión, entre 1058 y 1291, el hundimiento de los reinos
latinos de Oriente conllevó la colonización del Imperio Bizantino por los
otomanos. La caída de Constantinopla, en 1453, llevó a la colonización de un
tercio de Europa por los turcos. No es hasta la batalla de Viena en 1683 cuando
los otomanos, que llevaban asediando desde hacía dos meses la capital del
imperio de los Habsburgo, son derrotados por la caballería polaca del rey
Sobieski, y es ahí cuando la relación de fuerzas se vuelve poco a poco en contra de los turcos hasta el hundimiento del Imperio otomano en 1923.
La memoria al servicio de la ideología
Al acabar la primera
mitad del siglo XX, las grandes ideologías modernas han sido derrotadas: los
nacionalismos, los totalitarismos y los imperialismos raciales del siglo XIX,
de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial han acabado con los tres grandes
avatares ideológicos modernos que habían sido la Nación (el nacionalismo), la
Raza (el racismo) y la Ciencia (el socialismo). Estos periodos estuvieron
marcados por el ideal del “hombre nuevo” ya sea porque este venga, según los
casos, por el redescubrimiento o la afirmación de su carácter nacional, por su
primacía racial o por su pertenencia al Partido. A través de este nuevo
ciudadano absoluto, desligado de cualquier pertenencia personal, se produce la
encarnación de un Estado todopoderoso y omnipresente que se tomaba entonces
como la punta de lanza del progreso y del “avance de la Historia”.
Sin embargo, a
partir de los años 70, ese ciudadano absoluto ya no gusta. Nuevos caminos para
el cumplimiento de la “modernidad” se defienden en el espacio público. Emerge
entonces el ideal del ser humano global, postnacional y de esencia nómada que,
después de los extravíos dramáticos de los últimos 150 últimos años, vendría a
“salvar” a la vieja Europa, agotada de existir. En esta lógica, la emergencia
de ese nuevo ser humano mundializado llegaría por la “apertura”, la
“tolerancia” o incluso la “convivencia multicultural”, todas ellas nociones
confusas que, poco a poco, desarman el país de sus defensas fronterizas,
culturales y de seguridad.
De la misma forma
que en las religiones, las ideologías modernas movilizan el intelecto, la
emoción y la necesidad humana de trascendencia. Todo objetivo político debe
contener estos tres aspectos del ser humano. Y, como hemos visto anteriormente,
cualquier iniciativa de legitimación necesita el surgimiento de un relato. Así
empezaron a ponerse por delante, específicamente, las depredaciones europeas
contra otros pueblos, sin hacer ningún tipo de matización, que debería
lógicamente empujar a presentar la historia del conjunto de las invasiones que
han afectado a los europeos, incluidas aquellas en las que tuvieron que
defenderse. La memoria histórica en la que continuamos evolucionando en
nuestros días nació de un arrepentimiento perpetuo de los pueblos europeos,
obligados a pagar por su “deuda” respecto al resto del mundo, y a abrirse a
este último para exorcizar los demonios de sus antiguos crímenes.