Europa no posee más que dos fronteras
especialmente estables por naturaleza: el Atlántico y el Mediterráneo.
Al este,
todo el espacio está abierto. La Moscovia se construyó contra las oleadas
tártaras y siempre se representa como una fortaleza erigida en el corazón de un
océano de llanuras inmensas y sin límites.
En tanto que otros espacios tienen un
exiguo territorio, la gran Europa dispone de un espacio económico, cultural y
geográfico muy satisfactorio, que va desde el Atlántico hasta el Pacífico y
desde los bosques nórdicos hasta el Cáucaso. Este diversificado espacio permite
expresarse al imaginario, encontrar una forma de universalidad, realizar
economías de escala y poder financiar grandes proyectos tecnológicos.
Rusia, por su parte, es uno de los
países mejor dotados en materias primas de todo tipo, y la más extensa del
mundo; su superficie útil se incrementa al mismo tiempo que los progresos
técnicos. Rusia debe ser, entonces, el pulmón de una Europa poblada, rica en
tecnología y capitales, pero anémica, sin perspectiva y cada vez más
dependiente de sus aprovisionamientos esenciales, de ahí la necesidad de una
cooperación entre la parte occidental y la parte oriental.
Europa debería constituirse en torno a
tres círculos. Un primer círculo, en torno a Francia y Alemania, podría avanzar
rápidamente: gobernanza económica unificada, armonización social y fiscal por
lo alto, ejército europeo. Esto es también posible con los vecinos más
próximos: España, Italia, Bélgica… El resto de la Unión europea actual formaría
el segundo círculo para progresar poco a poco por la vía de la integración
política, económica y social. En fin, un tercer círculo asociaría a la
periferia de Europa: Rusia, Turquía, Magreb… con acuerdos de asociación privilegiados.
Nosotros, sin embargo, dudamos de la capacidad del segundo círculo para
progresar y preconizamos una reaproximación política directa del primer círculo
con Moscú.
La federación de Estados-nación no
puede reunir a más de seis o siete países, en el marco de una Confederación
europea, constituida fuera del tratado de Roma para escapar al control de los
otros países miembros de la Unión. Estos países, unidos por valores comunes e
intereses estratégicos compartidos, se organizarían sobre un modo intergubernamental
para la mayoría de las decisiones a adoptar, no reteniendo más que un mínimo de
disposiciones federales en los campos en los que sean necesarios para dotar de
eficacia al conjunto.
Los tres grandes pueblos continentales
que son los franceses, los alemanes y los rusos, ocupan un lugar particular en
Europa. Cada uno ejerce un rol de pivote geográfico sobre una parte de Europa,
Francia sobre el sur y la parte occidental, Alemania sobre el centro y la parte
oriental, Rusia sobre el extremo este de Europa, el Cáucaso y Asia central.
Europa puede cambiar a Rusia, igual que Rusia puede cambiar a Europa. El eje
París-Berlín-Moscú podría ser un medio pacífico para realizar lo que nunca se
ha podido obtener por la fuerza de las armas, concretar el sueño visionario del
general De Gaulle de una Europa del Atlántico a los Urales.
Rusia no puede esperar volver a ser
una potencia sino con una Europa presente en la escena mundial; este nuevo
proyecto permitiría a Rusia salir airosa del fin de la Unión soviética.
Conviene, pues, relanzar la idea de la “casa común europea”, a fin de separar,
de una vez por todas, lo máximo posible, a los países europeos del ámbito
angloamericano.
La Europa-potencia sólo puede
realizarse mediante la alianza entre el núcleo carolingio de Europa y Rusia,
pero nunca en el marco de la actual Unión europea. El riesgo es que Europa
derive hacia la impotencia y tome, como ya predican algunos, el camino del
Sacro Imperio romano-germánico, un conjunto heterogéneo de principados y de
ciudades, hacia el final de la Edad Media, que no pasó de ser una ficción de
poder común.